Estabamos alojados en el Intourist, el mejor hotel de la ciudad en aquella época. El hotel también albergaba el consulado americano y el cónsul se quejaba todo el tiempo porque no tenía un teléfono que no estuviera grabado por la KGB. El muy descarado venia a nuestra suite para utilizar nuestro teléfono satelital, y nos sacaba de la habitación para “hablar con Washington”. Yo creo que llamaba a su esposa para decirle que regresaría algún día y que por favor no se olvidara de cambiarle el aceite al auto.
Teníamos tiempo
libre. Yo lo pasaba visitando la
ciudad con los muchachos, incluyendo visitas a la playa y otros lugares populares
como el monumento a Beria y el Caravanserai.
La comida en el
hotel era malísima. Todos los días comíamos pollo con arroz: trocitos de pollo
verduzcos en un plato con arroz blanco y bichos. Siempre era lo mismo. Yo
estaba tan aburrido con el pollo azerbaiyano que hubiese comido haggis. Y los demás,
que no tenían el entrenamiento culinario que yo tenía, sufrían mucho.
Un día, uno de los
muchachos nos informó con mucho entusiasmo que había encontrado un Restaurant Chino.
Como se lo imaginan, nos alegró mucho su propuesta de ir esa noche al lugar después
de tanto tiempo masticando pollo verde. Esa noche nos fuimos en dos taxis llenos, bien vestidos
con traje y corbata para comer en el chino.
El restaurant
quedaba bastante lejos del Intourist. Recuerdo que estaba en la parte nueva de
la ciudad, que se caracterizaba por su hermosa construcción soviética prefabricada.
Bloque tras bloque de edificios muy simétricos, todos iguales, con grafitis muy
artísticos.
El restaurant tenía
arquitectura china, con el techo de lozas, columnas exteriores pintadas de rojo, y un portón
espectacular. Como quedaba lejos del hotel,
arreglamos con los taxistas para que nos recogieran más tarde, y entramos.
Nos sentamos en la
mesa más grande, y pedimos el menú. Y que menú! Tenía alrededor de 30 páginas,
con una lista enorme de comida con números. Nos instalamos a escoger nuestros
platos individuales, y después llamamos al camarero para ordenar. El primero pidió:
“Yo quiero el
Numero 32, el pato con ciruelas”
Y el camarero le respondió
“No tenemos”.
Le llego el turno
al segundo, el cual dijo:
“El numero 16, por
favor, el cerdo con nueces”
Camarero: “No hay”
El tercero, con la
voz temblando, sugirió el 74…
Camarero: “No hay”
Yo era el cuarto, y
sabiendo cómo eran las cosas en los países comunistas (o los que acababan de
salir del comunismo) le pregunté:
“Compañero, que es
lo que tienen?”
Y el camarero me respondió:
“Pollo con arroz”.
Horrorizados, mis compañeros
insistieron en apuntar a las páginas del menú y balbucear los números de lo que
querían. Yo por mi parte sabía que no teníamos opción. Así que los convencí que
no se fueran porque teníamos que comer algo, y después de todo los taxis no
iban a venir por un rato. Y pedimos el maldito pollo con arroz.
Los muchachos empezaron
a tomar cerveza para calmarse, y después de unas cuantas llego la cena y se lo comieron todo con gusto, pues la bebida
los había puesto contentos y ya no les importaba ni los gusanos ni la salsa de
moco verde. Fue una cena feliz, que se puso mejor a medida que ellos consumían alcohol
como si fueran ingleses escapados de Arabia Saudita.
La comida se acabó. Llegó el momento de irnos
porque pensábamos que los taxis vendrían pronto, así que salimos y nos paramos a esperar. Y esperamos. Y
esperamos.
Después de media hora parados esperando los
taxis, comprendimos que no vendrían, y le preguntamos al camarero, que se había
quedado en la puerta, si podía llamarnos
un taxi. Como el teléfono no funcionaba, nos aconsejó que fuéramos unas diez cuadras a
una esquina donde pasaba un autobús, el cual nos llevaría cerca del Intourist.
Así que nos pusimos en marcha y empezamos a
buscar la parada del bus. Caminamos bastante, y pensábamos que nos habíamos perdido.
El problema era que todos los edificios eran iguales, todos tenían ventanas
rotas, todas las calles tenían un poco de basura, y hasta los huecos en la
calle parecían iguales. Ademas: estaba oscuro.
Para colmo, mis amigos habían tomado una
cantidad de cerveza enorme, y empezaron a quejarse de que tenían que orinar. Pronto
uno empezó a caminar con las piernas juntas, agarrándose. Nuestro traductor, un hombre muy práctico, les sugirió que
orinaran contra la pared ahí mismo. Esto los llevó a hacer un debate (algunos
eran abogados, y un abogado no orina en la calle sin tener un debate sobre el merito
judicial, la posible encarcelación, y como salir del juicio con éxito). Eventualmente
los más prácticos ganaron el debate, y se pusieron contra la pared, en una
hilera, para orinar todos juntos al mismo tiempo.
Yo no estaba en el grupo porque odio la
cerveza y no tomo agua en lugares sospechosos, así que estaba deshidratado y me
quedé de vigía. Y que mala suerte tuvieron, porque inmediatamente después que empezaron
a orinar percibimos la luz y el motor de un bus que venía rápidamente.
Los muchachos trataron de apurarse para orinar
rápido, pero olvídense. El bus giró la esquina, y les apuntó con sus faros.
Estaban condenados: visibles en la luz
del bus, orinando como si fueran borrachos en vez de distinguidos visitantes
extranjeros. Y para colmo el que estaba más expuesto y se veía bien desde el
bus giró hacia la derecha para ocultarse, y eso lo llevó a mearse en los pies
del que estaba a su lado, el cual saltó todavía orinando y le orinó las nalgas
al tercero, y entonces formaron un circo de gente orinando uno contra el otro. Todos corrieron
para alejarse del bus, lo cual fue inútil. Yo por mi parte casi me caí en la
calle de la risa.
Afortunadamente, el conductor del bus tenía buen
humor, y paró el bus. Nuestro traductor le indicó que éramos extranjeros invitados
por un tal Aliyev, y eso puso el bus a nuestra disposición. Sin embargo, el
conductor nos dió órdenes de no sentarnos porque no quería que el bus oliera a
orine, y tuvimos que darle una propina para que nos soltara a unos metros del
Intourist.
Llegamos, y de alguna manera mis amigos pasaron
el cordón de seguridad y se metieron en sus habitaciones sin más contratiempo. El
día siguiente ellos tuvieron otra aventura, cuando llevaron
sus trajes a la tintorería. Pero eso es otra historia.
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