Aproximadamente
al mismo tiempo que Bill Fisher estaba incinerando al pingüino, mi amigo Horacio y yo fuimos a visitar la provincia de Mendoza en
Argentina. Primero
volamos desde Buenos Aires a Mendoza. Allí alquilamos un Ford Falcón y después nos trasladamos a San Rafael, donde
conseguimos dos habitaciones en el mejor hotel del pueblo.
El propósito
de nuestro viaje era husmear en los campos petroleros de la zona, que se decía YPF
pensaba licitar en contratos de servicio a empresas privadas. Horacio era mucho
mayor que yo. El tenia por lo menos 60 años, y yo menos de 30, por lo tanto él
era el jefe y yo cargaba las maletas. La pasamos muy bien, al aire libre, recogiendo
rocas y tomando fotos.
Fuimos a
lugares bastante remotos. Por ejemplo Horacio,
que llevaba el mapa y me daba direcciones, me explicó que estábamos bastante cerca del
lugar donde un avión lleno de jugadores de rugby uruguayos se había estrellado.
Parece ser que los sobrevivientes se habían comido los cadáveres de los muertos para sobrevivir.
El ultimo día
de nuestra visita, antes de regresar a Mendoza, a Horacio se le ocurrió visitar
la laguna de Llancanelo. Hoy día la laguna es un refugio de aves que atrae
turistas, pero en aquella época no la visitaba nadie.
El día
antes de ir a la laguna habíamos estado al
pie de los Andes, y nos habíamos bebido todas las botellas de agua que llevábamos
menos una. Por eso al salir del hotel en San Rafael le sugerí a Horacio que comprásemos una caja
de botellas de agua y unas naranjas para el viaje. Desgraciadamente él se negó
y me dijo: “Para que, solamente vamos 50 km, miramos el lugar, sacamos unas
fotos, y estamos de vuelta para el almuerzo”.
Yo iba
manejando mientras Horacio miraba su mapa y tomaba fotos, y en realidad el
viaje fue rápido. El paisaje era árido, polvoriento, y seco. La superficie
estaba cubierta en parte por rocas volcánicas. Era un paraje bastante feo, y lo
único que tenia merito eran los Andes,
que se veían hacia el poniente.
Eventualmente
alcanzamos a ver la laguna en la distancia, y a medida que nos acercábamos me
di cuenta que el terreno se estaba poniendo bastante arenoso. El Ford Falcón
era un coche de ciudad, no tenia buena tracción en la arena, y por eso
le propuse a Horacio que debíamos parar y seguir caminando. Pero Horacio estaba
bastante cansado, me dijo que le dolían los pies, y que debíamos seguir en coche.
Manejé unos 100-200 metros más, y
entonces la arena se puso blandísima y el coche empezó a menearse. Le adverti a
Horacio que no había manera de seguir, y giré para escaparme del lugar. Pero era muy tarde: al girar el coche perdió velocidad,
se quedo sin tracción, y se atascó.
Imagínense
nuestro horror al ver que habíamos estado manejando sobre una capa de arena
blanda, que yacía sobre una capa de arena dura de 10 cm. Esta a su vez flotaba
sobre una mezcla de arena movediza que parecía un batido de vainilla. El coche
se había hundido en ese maldito fango hasta los ejes.
Horacio, al
ver la condición en que estábamos, me dijo: “Madre mía, esto no tiene remedio,
estamos jodidos”.
Yo traté de
calmarlo, pero después de revisar el mapa me di cuenta que estábamos a docenas
de kilómetros de la carretera pavimentada (creo que la llamaban Ruta 3). Teníamos un litro de agua, nada de comer, el
sol ya nos quemaba, y olvídense de teléfonos móviles y radios. No teníamos ni
para hacer señales de humo. Estábamos jodidos de verdad.
Inmediatamente
Horacio decidió que tratar de extraer el Falcón del batido de vainilla donde había
caído era imposible, y me dijo que debíamos salir caminando para ver si llegábamos
a la Ruta 3, porque nadie iba a venir a buscarnos. Yo le recordé que en el
desierto es mejor caminar de noche y esconderse de día. Eran alrededor de las
11 horas de la mañana. O sea la peor hora para un gordo de 60 años de edad tratar
de caminar esa distancia. Yo estaba en buenas condiciones, pero no estaba
dispuesto a caminar en el desierto por el mediodía y sin agua, pues como buenos
tontos ya nos habíamos tomado todo el litro que habíamos traído.
Horacio se
enfadó conmigo, y me dijo que él no iba a esperar, porque no creía que podría aguantar
todo el día sentado al sol, y el Falcón era un horno. Yo por mi parte le dije
que prefería ver si podía desatascar el coche. Después de un cuarto de hora de
pelear, Horacio decidió que el se iría solo, y se marchó, caminando lentamente.
Como yo era
joven, en ese momento estaba convencido
que iba a sobrevivir. Yo sabía que el
fango debajo del coche era muy blando, y tenía que buscar y meter material
solido debajo de las ruedas hasta que el mismo tuviese tracción.
Vacié un
saco de arpillera que teníamos en el coche donde Horacio tenía su colección de
rocas, me lo amarré a la cintura, y empecé a caminar alrededor del coche en
espirales, buscando material para meter debajo de las ruedas.
Gradualmente
encontré muchas cosas útiles. En realidad le estoy muy agradecido a los cochinos que habían visitado el lugar por
tantos años, y que habían dejado latas, parrillas, sillas rotas, pedazos de
madera, y todo tipo de basura alrededor
de la laguna (estoy seguro de que hoy día el lugar esta más limpio porque los
argentinos son más respetuosos del ambiente, pero en aquella época eran distintos).
Así fui recogiendo la basura, arbustos, todo lo que podía meter en el saco para
después arrastrarlo al Falcón.
Imagínense
mi alegría cuando me encontré un ñandú momificado. Como saben, el ñandú es un pájaro bastante corpulento, y
en el desierto a los muertos o se los comen los buitres o se momifican. Agarré
a ese pajarote lleno de alegría, y lo arrastré de vuelta al Falcón. Y con eso concluí
que ya tenía suficiente basura para trabajar.
Primero tenía
que levantar el coche, para que las ruedas estuviesen al nivel del terreno en
vez de enterradas en el fango. Es fácil decirlo, pero me costó bastante trabajo
hacerlo, porque el gato se hundía en el fango y no elevaba el coche ni un centímetro.
Entonces pensé en Arquímedes, y coloqué el pié del gato sobre un barril cortado
a la mitad que alguien había traído para hacer una parrilla. Metí el pie del
gato en la mitad del tambor, el cual tenía
suficiente área para evitar hundirse mucho en el fango, y el Falcón subió. Una
vez elevada cada rueda, le metía basura por debajo. La rueda de tracción llevaba
el ñandú.
Había
trabajado como cuatro o cinco horas, y estaba muerto. Le saqué un poco de aire
a los cauchos (eso lo había aprendido atascándome y saliendo del apuro en la
playa en la Florida), recogí mis cosas, y me senté en el Falcón. En ese momento me sentía como un cosmonauta
montado en un Saturno V para un viaje al espacio. Si no funcionaba el arranque, me iba a joder.
Yo estaba convencido de que Horacio ya había muerto, y si no sacaba el coche de
un golpe me iban a encontrar en unas semanas momificado como el ñandú.
Pero felizmente
me fue muy bien. EL Falcón salió disparado botando basura y pedazos de ñandú
por detrás, y alcanzó el terreno más sólido en unos segundos. Yo estaba tan asustado
que seguí manejando por lo menos un kilometro antes de pararme para ver que había
dejado atrás.
Entonces empecé
a preocuparme por Horacio porque observe varios buitres volando en círculos a unos kilómetros
de distancia. Yo estaba medio muerto, y estaba convencido de que Horacio, con
su edad y su gordura, no podía estar vivo. Seguí manejando hacia el lugar donde
veía los buitres, imaginándome horrores. Me molestaba intensamente saber que
estaba demasiado débil para levantar el cadáver de Horacio y meterlo en el Falcón.
No me parecía buena idea amarrarlo por los pies y arrastrarlo hasta la
carretera. Y si lo dejaba en el lugar, los buitres se lo iban a comer…ya me
imaginaba a la esposa de Horacio maldiciéndome porque lo había dejado atrás.
Estaba tan
convencido de que me iba a encontrar al hombre muerto, que me di una sorpresa
enorme cuando vi en la distancia cuatro hombres montados a caballo. Eran tres indios
mapuches con Horacio. Lo había encontrado medio muerto de sed, quemado por el sol, y lo traían para encontrar mi cadáver. Pues
vean, Horacio se había convencido que yo estaba muerto de sed o aplastado
debajo del Falcón.
Esa tarde
la pasamos muy bien. Los mapuches vivían en el desierto, eran parte de un grupo
que había cruzado los Andes después de uno de esos terremotos arrasan con Chile
de vez en cuando. Vivian como podían vendiendo
chivos en San Rafael. Nos dieron agua y comida. Yo les saqué fotos que envié mas tarde a la
oficina de correos del pueblo (pero no sé si les llegaron). Esos indios eran buena gente, y en el pasado los han tratado
muy mal. Pero nos ayudaron sin pensarlo mucho. Por eso quiero dedicarle esto a
esos indios que estoy seguro le salvaron la vida a Horacio y me salvaron a mí
de tener que llevar su cadáver de vuelta a su esposa.
Debajo les
pongo la foto del Jefe Lautaro, un mapuche que se hizo famoso peleando por su
gente. Y quiero rogarles que si algún día tienen la oportunidad de ayudar a un indígena
de vuelta, lo hagan porque esa gente se lo merece.