viernes, 22 de marzo de 2013

Casi me muero en Llancanelo

Aproximadamente al mismo tiempo que Bill Fisher estaba incinerando al  pingüino, mi amigo Horacio y yo  fuimos a visitar la provincia de Mendoza en Argentina.  Primero volamos  desde Buenos Aires a Mendoza.  Allí alquilamos un Ford Falcón y  después nos trasladamos a San Rafael, donde conseguimos dos habitaciones en el mejor hotel del pueblo.

El propósito de nuestro viaje era husmear en los campos petroleros de la zona, que se decía YPF pensaba licitar en contratos de servicio a empresas privadas. Horacio era mucho mayor que yo. El tenia por lo menos 60 años, y yo menos de 30, por lo tanto él era el jefe y yo cargaba las maletas. La pasamos muy bien, al aire libre, recogiendo rocas y tomando fotos.
 
Fuimos a lugares bastante remotos.  Por ejemplo Horacio, que llevaba el mapa y me daba direcciones,  me explicó que estábamos bastante cerca del lugar donde un avión lleno de jugadores de rugby uruguayos se había estrellado. Parece ser que los sobrevivientes se habían comido  los cadáveres de los muertos  para sobrevivir.
El ultimo día de nuestra visita, antes de regresar a Mendoza, a Horacio se le ocurrió visitar la laguna de Llancanelo. Hoy día la laguna es un refugio de aves que atrae turistas, pero en aquella época no la visitaba nadie.
El día antes de ir a la laguna  habíamos estado al pie de los Andes, y nos habíamos bebido todas las botellas de agua que llevábamos menos una. Por eso al salir del hotel en San Rafael  le sugerí a Horacio que comprásemos una caja de botellas de agua y unas naranjas para el viaje. Desgraciadamente él se negó y me dijo: “Para que, solamente vamos 50 km, miramos el lugar, sacamos unas fotos, y estamos de vuelta para el almuerzo”.
Yo iba manejando mientras Horacio miraba su mapa y tomaba fotos, y en realidad el viaje fue rápido. El paisaje era árido, polvoriento, y seco. La superficie estaba cubierta en parte por rocas volcánicas. Era un paraje bastante feo, y lo único que tenia merito eran  los Andes, que se veían hacia el poniente.
 
Eventualmente alcanzamos a ver la laguna en la distancia, y a medida que nos acercábamos me di cuenta que el terreno se estaba poniendo bastante arenoso. El Ford Falcón era  un coche de ciudad,  no tenia buena tracción en la arena, y por eso le propuse a Horacio que debíamos parar y seguir caminando. Pero Horacio estaba bastante cansado, me dijo que le dolían los pies, y que debíamos seguir en coche. Manejé unos 100-200 metros  más, y entonces la arena se puso blandísima y el coche empezó a menearse. Le adverti a Horacio que no había manera de seguir, y giré para escaparme del lugar.  Pero era muy tarde: al girar el coche perdió velocidad, se quedo sin  tracción, y se atascó.
Imagínense nuestro horror al ver que habíamos estado manejando sobre una capa de arena blanda, que yacía sobre una capa de arena dura de 10 cm. Esta a su vez flotaba sobre una mezcla de arena movediza que parecía un batido de vainilla. El coche se había hundido en ese maldito fango hasta los ejes.
 
Horacio, al ver la condición en que estábamos, me dijo: “Madre mía, esto no tiene remedio, estamos jodidos”.
Yo traté de calmarlo, pero después de revisar el mapa me di cuenta que estábamos a docenas de kilómetros de la carretera pavimentada (creo que la llamaban Ruta 3).  Teníamos un litro de agua, nada de comer, el sol ya nos quemaba, y olvídense de teléfonos móviles y radios. No teníamos ni para hacer señales de humo. Estábamos jodidos de verdad.
Inmediatamente Horacio decidió que tratar de extraer el Falcón del batido de vainilla donde había caído era imposible, y me dijo que debíamos salir caminando para ver si llegábamos a la Ruta 3, porque nadie iba a venir a buscarnos. Yo le recordé que en el desierto es mejor caminar de noche y esconderse de día. Eran alrededor de las 11 horas de la mañana. O sea la peor hora para un gordo de 60 años de edad tratar de caminar esa distancia.  Yo  estaba en buenas condiciones, pero no estaba dispuesto a caminar en el desierto por el mediodía y sin agua, pues como buenos tontos ya nos habíamos tomado todo el litro que habíamos traído.
Horacio se enfadó conmigo, y me dijo que él no iba a esperar, porque no creía que podría aguantar todo el día sentado al sol, y el Falcón era un horno. Yo por mi parte le dije que prefería ver si podía desatascar el coche. Después de un cuarto de hora de pelear, Horacio decidió que el se iría solo, y se marchó, caminando lentamente.
Como yo era joven, en ese momento  estaba convencido que iba a sobrevivir.  Yo sabía que el fango debajo del coche era muy blando, y tenía que buscar y meter material solido debajo de las ruedas hasta que el mismo tuviese tracción.
Vacié un saco de arpillera que teníamos en el coche donde Horacio tenía su colección de rocas, me lo amarré a la cintura, y empecé a caminar alrededor del coche en espirales, buscando material para meter debajo de las ruedas.
Gradualmente encontré muchas cosas útiles. En realidad le estoy muy agradecido a los  cochinos que habían visitado el lugar por tantos años, y que habían dejado latas, parrillas, sillas rotas, pedazos de madera,  y todo tipo de basura alrededor de la laguna (estoy seguro de que hoy día el lugar esta más limpio porque los argentinos son más respetuosos del ambiente, pero en aquella época eran distintos). Así fui recogiendo la basura, arbustos, todo lo que podía meter en el saco para después  arrastrarlo al Falcón.
 
Imagínense mi alegría cuando me encontré un ñandú momificado. Como saben,  el ñandú es un pájaro bastante corpulento, y en el desierto a los muertos o se los comen los buitres o se momifican. Agarré a ese pajarote lleno de alegría, y lo arrastré de vuelta al Falcón. Y con eso concluí que ya tenía suficiente basura para trabajar.
Primero tenía que levantar el coche, para que las ruedas estuviesen al nivel del terreno en vez de enterradas en el fango. Es fácil decirlo, pero me costó bastante trabajo hacerlo, porque el gato se hundía en el fango y no elevaba el coche ni un centímetro. Entonces pensé en Arquímedes, y coloqué el pié del gato sobre un barril cortado a la mitad que alguien había traído para hacer una parrilla. Metí el pie del gato en la  mitad del tambor, el cual tenía suficiente área para evitar hundirse mucho en el fango, y el Falcón subió. Una vez elevada cada rueda, le metía basura por debajo. La rueda de tracción llevaba el ñandú.
Había trabajado como cuatro o cinco horas, y estaba muerto. Le saqué un poco de aire a los cauchos (eso lo había aprendido atascándome y saliendo del apuro en la playa en la Florida), recogí mis cosas, y me senté en el Falcón.  En ese momento me sentía como un cosmonauta montado en un Saturno V para un viaje al espacio.  Si no funcionaba el arranque, me iba a joder. Yo estaba convencido de que Horacio ya había muerto, y si no sacaba el coche de un golpe me iban a encontrar en unas semanas momificado como el ñandú.
Pero felizmente me fue muy bien. EL Falcón salió disparado botando basura y pedazos de ñandú por detrás, y alcanzó el terreno más sólido en unos segundos. Yo estaba tan asustado que seguí manejando por lo menos un kilometro antes de pararme para ver que había dejado atrás.
Entonces empecé a preocuparme por Horacio porque observe varios  buitres volando en círculos a unos kilómetros de distancia. Yo estaba medio muerto, y estaba convencido de que Horacio, con su edad y su gordura, no podía estar vivo. Seguí manejando hacia el lugar donde veía los buitres, imaginándome horrores. Me molestaba intensamente saber que estaba demasiado débil para levantar el cadáver de Horacio y meterlo en el Falcón. No me parecía buena idea amarrarlo por los pies y arrastrarlo hasta la carretera. Y si lo dejaba en el lugar, los buitres se lo iban a comer…ya me imaginaba a la esposa de Horacio maldiciéndome porque lo había dejado atrás. 
 
Estaba tan convencido de que me iba a encontrar al hombre muerto, que me di una sorpresa enorme cuando vi en la distancia cuatro hombres montados a caballo. Eran tres indios mapuches con Horacio. Lo había encontrado medio muerto de sed, quemado por el  sol, y lo traían para encontrar mi cadáver. Pues vean, Horacio se había convencido que yo estaba muerto de sed o aplastado debajo del Falcón.
Esa tarde la pasamos muy bien. Los mapuches vivían en el desierto, eran parte de un grupo que había cruzado los Andes después de uno de esos terremotos arrasan con Chile de vez en cuando.  Vivian como podían vendiendo chivos en San Rafael.  Nos dieron agua  y  comida.  Yo les saqué fotos que envié mas tarde a la oficina de correos del pueblo (pero no sé si les llegaron). Esos indios eran  buena gente, y en el pasado los han tratado muy mal. Pero nos ayudaron sin pensarlo mucho. Por eso quiero dedicarle esto a esos indios que estoy seguro le salvaron la vida a Horacio y me salvaron a mí de tener que llevar su cadáver de vuelta a su esposa.
Debajo les pongo la foto del Jefe Lautaro, un mapuche que se hizo famoso peleando por su gente. Y quiero rogarles que si algún día tienen la oportunidad de ayudar a un indígena de vuelta, lo hagan porque esa gente se lo merece.  

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